Aquella mañana llegué algo tarde a “Río Frío” y Don Sabino Fernández Campo ya estaba allí, en la mesa habitual donde nos sentábamos los sábados y con vistas a la plaza de Colón. Tenía un café delante, un vaso de agua, y ojeaba los periódicos del día. Nada más saludarnos me senté y casi sin mediar más palabras sacó unos folios doblados del bolsillo interior de su chaqueta y me dijo: